Ø.
Siempre me había fascinado aquella vista de las montañas. Me la encontraba en cada recodo de la carretera que me llevaba al norte. La buscaba desde cualquier punto elevado de la ciudad. Me gustaba reconocerla. Algo en mi interior me hacía sentirme satisfecho cuando la divisaba. Una sensación de conformidad, de identidad, de posicionamiento en la realidad. Su visión me generaba una seguridad que me aferraba al mundo, que hacía de mis piernas raíces, estacas clavadas en la tierra. El perfil de serrucho de aquellos Siete Picos era mágico para mí.
Fue lo primero que pensé cuando la mujer abrió la puerta. Frente a nosotros, en la minúscula ventana con forma de triángulo que daba luz a la habitación, se perfilaban aquellas siete cumbres rocosas. Sin embargo, en ese instante, algo dentro de mí sonó a roto. Aquella silueta me perseguía. Era el dibujo de mi vida. Pero fue sólo un momento. Aquella sensación desoladora pasó pronto. Pensé, bueno, así son las cosas, nada mejor que tenerlo siempre allí, siempre presente. Arriba y abajo.
Aquella habitación era inhabitable. Hace algún tiempo había oído hablar de ello. En las urbanizaciones de los pueblos de la sierra aprovechaban los espacios bajo las cubiertas de los tejados para construir trasteros. Algunos propietarios habían llegado más lejos, y alquilaban aquellos cuchitriles como apartamentos abuhardillados. Disponían de conexiones eléctricas, casi siempre ilegales, un grifo de agua sobre una pileta que hacía las veces de ducha y un inodoro de juguete conectado artesanalmente a las bajadas residuales. Eso en el mejor de los casos. Pero se alquilaban. La inmigración buscaba alojamientos baratos, no confortables. Avancé dos pasos y me situé en medio de la habitación. Sólo en el centro, en una línea imaginaria que iba desde la puerta a la ventana, se podía estar de pie. Abarqué con los brazos las caídas de las paredes, apoyé las palmas de mis manos sobre la madera y dejé que el peso de mi cuerpo se relajase. Agaché la cabeza sobre mi pecho y cerré los ojos. Me sentí como un cristo crucificado. Cuando levanté la mirada, allí estaban las montañas. La mujer hablaba de normas, de precios, de vecinos, de frecuencia de trenes, de ubicaciones de farmacias y de bancos y de mercados y de churrerías. Que lo tenía comprometido pero que por ser yo. Dos pasos más y mi frente se apoyó sobre el cristal de la ventana. Si pudiera decirles a aquellas montañas todo lo que suponían en mi vida. Dije que sí, sin preguntar el precio, sin siquiera saber si aquella cama liliputiense se ajustaba a mis necesidades. Me reí, después, cuando me senté sobre ella y se desplomó en el suelo. Así estaba mejor, pensé, no podía caer más bajo, y me quedé dormido.
"... era el dibujo de mi vida..."
ResponderEliminargracias, fantástico.
Gracias, Sire, tu comentario es esperanzador
ResponderEliminarE.
qué te han puesto en la portada ¿un tubérculo? ¿un nabo? ¿una patata vieja?, es curiosidad, la mía, sólo eso.
ResponderEliminar:-)
Ya he visto que se podrá comprar en librerías más abajo.
ResponderEliminarTiene un arranque muy prometedor. Las montañas, esa habitación inhabitable y esa cama que se desploma... la risa y el comentario irónico...
Intuyo una catarsis con paisaje al fondo.
¡Suerte!
Un abrazo, Esteban.
Eso es, Tesa, un viaje.
ResponderEliminarBesos